Nadie dice “en un lugar que sea bueno, bonito y barato” en Nueva York, donde el costo de vida es de los más altos. Sería además pedirle mucho a la ciudad en tiempos de nuevas variantes del covid-19. Pero la inflación nos exige prudencia y equilibrio para salir a comer en esta primavera del 2022 con ínfulas de verano intenso. Quién no busca ahora, al menos, equilibrio entre precio y sabor. Los perfeccionistas añadirán servicio y ambiente. Los soñadores, un postre o vino de cortesía. Todos, que el restaurante no esté al extremo contrario de nuestro barrio. En esta ciudad, cada uno tiene reglas propias para salir a pasarla bien con los amigos. Muchos, sin proponérselo, regresan a los mismos sitios, pese a que en Nueva York podrías pasar más de 22 años de tu vida sin repetir restaurantes, cenando en un lugar distinto cada día, como indica una nota de la revista Vinepair.
Regresamos por nuestros sabores: elementos estables en la algarabía del restaurante o del bar; sabores queridos donde anclamos el día para hablar de cómo nos va en el trabajo, cuánto hemos o no avanzado nuestros proyectos, los planes que vienen, salud, etc. Aunque en la ciudad las opciones sobran, nuestro paladar andino del lado del Pacífico añora sabores como el ceviche o lomo saltado. Platos que van tan bien con una cerveza, chilcano o pisco sour, como lo pedimos en el restaurante peruano de siempre, donde no dejas de encontrarte a una amiga o amigo de casualidad. Gratas sorpresas que ameritan una porción de anticuchos o empanadas para compartir. ¿Otro chilcano?
O también, reposar nuestro paladar en los sabores del Caribe, para sumergir sin prisa yucas fritas o tostones en las cremas coloridas que las acompañan, pedir otro mojito y, si el hambre apremia, dejarse tentar por esa ropa vieja del menú. No nos va a salir igual en casa. Nuestras comidas dejan huellas que conducen a restaurantes, cafés, panaderías latinas; allí donde las identidades nacionales descansan para que te lleves la empanada del país que te provoque. Nos hacemos así solidarios con las comidas que no son nuestras, pero que nos atraen con su lado familiar, y nos enamoran con su lado sorpresa.
Cuando empezó la pandemia y dejaron de abrir nuestros negocios preferidos de la ciudad, uno pasaba dudoso por sus puertas cerradas, como quien no se atreve del todo a tocar a la puerta de la chica que le gusta. Tímidos, nos acercamos a la ventana del negocio, apoyamos la frente en el vidrio y buscamos por inercia ver a alguien dentro. Alguna sombra haciendo el café o poniendo en la vitrina postres o panecillos para llevar. Asombrados de no ver a nadie, nos alejamos pensativos.
Por un buen tiempo, la cuarentena apagó sin avisar nuestra vida en los restaurantes, bares y cafés. Y no hubo encuentro virtual con vino que los compensara. Nos vimos extrañando incluso el bar más antro, y su olor a cerveza derramada en el piso que nadie iba a limpiar. Echamos de menos, en esos días indiferentes, el happy hour comprensivo de los viernes.
Las noticias mostraban negocios locales vencidos por las deudas. Rápidos, googleamos nuestros restaurantes preferidos para confirmar que todavía existían. Pronto hicimos órdenes para llevar. Algunos dejamos ese comentario positivo en Yelp o Google Reviews que antes nos parecía innecesario. Al recoger la comida, entre el miedo y el cariño, enmascarados y apestando a alcohol desinfectante, no hubo mucho tiempo para saludos y ni encuentros. Solo un hola y chao con la mano si lográbamos reconocernos la mirada.
Las restricciones de aforo y las improvisadas divisiones entre las mesas daban una sensación de confinamiento. Como estar en una caja dentro de una caja. Por eso, la calle se volvió el lugar de encuentro que nos regresaba algo de normalidad. Entonces comimos al lado de la nieve, rogando porque esas calefacciones cumplan su única función. Comimos al costado del tráfico, preguntándonos qué tanto nos protegían los improvisados cobertizos de madera. Comimos, tal vez, con alguna rata confundida esquivando nuestros pies bajo la mesa. Comimos, en fin, juntos, a pesar del miedo y los elementos de la ciudad.
Entramos ahora al tercer verano en tiempos de pandemia a un Nueva York mucho más relajado, donde ya no es necesario mostrar tu registro de vacuna como prueba de adulto responsable. Las mascarillas son, en casi todos los lugares, una tímida recomendación, apenas distinguible en la pared de negocios y en el vagón del subway; como la señal de silencio en una sala de pediatría. Silencio que rompe un estornudo obstinado cuando las puertas se cierran. Vemos que los turistas han regresado por ese verano en Nueva York, y que los restaurantes ya no escatimarán en espacio. ¿Mesa para dos? ¿Adentro o afuera?
Pienso entonces en los restaurantes latinos vencidos por la economía y el alquiler alto de esta ciudad durante el 2020 y hasta ahora. En los negocios que vieron la distópica escena de las calles de Nueva York vacías. En esta primavera volátil, donde todavía no sabemos dónde acaba y empieza lo sensato para poder socializar y ser responsable con la salud de todos. Se rumorea que la ciudad le quitará a los restaurantes el espacio de la calle. ¿Adiós cobertizos de madera y sillas en la vereda? Tal vez no es más que un hasta luego.